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Luis Borruel Pérez
Madrid 30 de Noviembre de 2011
Corregido en agosto 2012.
Ortografía (Luis Borruel Navarro) Marzo 2022
I
Comenzaré diciendo que mis padres fueron D. David Borruel Giral y doña Maria Pérez Abad (q.e.d.d.) y que mis hermanos son David (Huesca 1927), Amparo o Maria Amparo (Sabiñánigo 1931) y yo, Luis Borruel Pérez (Sabiñánigo 1929) llegamos a Sesa procedentes de Sabiñánigo porque mi padre fue nombrado Secretario del Ayuntamiento. Sería por 1930..?.
La primera casa que habitamos, en Sesa, estaba cerca de la plazoleta donde está el caserón de Arnal. Tenía una especie de zaguán grande, donde el tío Manolo dejaba la moto cuando venía a visitarnos. Un día David, mi hermano, se subió a la moto y cayó al suelo con ella y a punto estuvo de descalabrarse. Aunque David solo es un año y pico mayor que yo, su carácter travieso y decidido nos diferenciaba mucho porque yo, al revés que él, era tímido y apocado. No debimos permanecer mucho tiempo en esa casa porque enseguida me viene al recuerdo la segunda casa que habitamos que creo recordar se llamaba casa Ceresuela. En esta casa vivimos hasta que fue derribada por un bombardeo en la guerra. La recuerdo muy bien. Tenía un primer zaguán por el que se accedía a otro más amplio y grande que llamábamos “el patio”. La casa, poseía una bodega subterránea a la que se accedía, desde este segundo patio, por una puerta en el suelo que se levantaba y quedaba al descubierto la escalera para bajar a la bodega. Desde este mismo patio arrancaba la escalera, a la derecha según entramos, ancha, que se dividía en dos ramas desde de un descansillo y que conducían al piso superior, a la cocina por la izquierda y las habitaciones y al doblado por la izquierda. En el doblado estaba además el palomar.
La cocina tenia hogar para leña, con plancha de hierro, con un hueco debajo donde se refugiaba el gato en pleno invierno, cadieras a los lados (bancada) y sobre la plancha las consabidas estrébedes y otros herrajes propios del caso y en el hueco de la chimenea pendía un caldero con agua caliente para lo que fuera menester. En el pueblo, el hogar era el alma de la casa, donde no solo se guisaba y comía, sino que era el lugar de descanso y de reunión, todo al amor del fuego y las brasas. Una de las cosas que recuerdo del hogar es la “colada”. La colada la organizaba mi madre de vez en cuando con la colaboración de la señora Ramona o alguna otra mujer. Se instalaba en el hogar el cuezo, una pieza grande de cerámica, ancho y panzudo, como media tinaja que servía para eso, para “hacer la colada”, es decir limpiar la ropa usada; tarea necesaria por lo menos una vez al año al terminar el invierno; el cuezo se llenaba de ropa blanca cuidadosamente puesta, en capas sucesivas de ropa y ceniza y se le iba echando el agua hirviendo del caldero; el agua iba empapando la ropa y ceniza y terminaba por salir por el orificio que el cuezo tiene en la parte inferior. El líquido se recogía en un barreño y se volvía a echar al cuezo. Era una lejía natural que terminaba por limpiar y desinfectar la ropa. Cuando las mujeres que hacían la colada, lo consideraban pertinente, daban la colada por terminada e iban sacando la ropa ya desinfectada y limpia, la cual finalmente se llevaba al río o al lavadero para aclararla en abundante agua, despojándola de los restos de lejía o ceniza que tenía y ya quedaba lista para azular, tender o solear o, ambas cosas, planchar y guardar. En estos menesteres ayudaba a mamá la seña Ramona, la lavandera: menuda de cuerpo, flaca, nervuda e incansable. La recuerdo muy bien con su toca, su saya hasta los pies, su gran delantal, a la antigua usanza; y sus manos huesudas y relucientes por las que pasó la ropa de medio pueblo o más. Muy querida por mama y por todos nosotros como si fuera de la familia.
Enseguida vienen a mi memoria, nuestros vecinos colindantes, casa Telesforo, con Tomasa, Pedro, Quiteria, Anselmo, y los varios críos que llenaban la casa: Aurorita, Lurditas, y … Al otro lado de la calle los Forcada: el señor José (albañil), Isabel su mujer, y los dos hijos, José y Maruja, que fueron nuestros primeros amigos. Casa Casimiro, con Joaquinito y Piedad o Piedita de nuestra edad también. No recuerdo el nombre de la calle, pero es fácil identificarla: es la que desemboca en el cruce., por un lado y por el contrario enlazaba o enlaza con la Calle Mayor en una la plazoleta con Casa Val (Josefina muy amiga de Amparo mi hermana); y calle Mayor arriba, Longas, Lapeña, Argenta, la casa del barbero y más adelante, Anies y Morcate y a la izquierda, el caserón de Casa Ayerbe, o del Médico y Casa Luis o Bernardos . En esta casa vivía un matrimonio (Luis y Encarnación?) que regentaba una especie de parvulario, donde aprendí las primera letras junto a un puñado de arrapiezos que por no tener la edad no podíamos entrar todavía en la escuela. Muy rigurosos con la higiene y limpieza de las manos, rodillas y uñas que revisaban todos los días por si estaban bien cortadas y limpias. Yo le cogí a esta escuela (lo que ahora llamamos parvulario) una manía o terror muy grande y no quería ir de ninguna manera y me tenían que llevar arrastras. Dicen que gritaba: “cogeré un pico del seño José de Forcada y voy a tirar Casa Luis”. Sin embargo tengo que agradecer a aquellos señores: que aprendiera a leer y escribir muy pronto. Tendría cinco o seis años que para aquel entonces era muy adelantado. David, mi hermano, llegó a ir algún tiempo a la escuela de don Emigdio pero yo, dos años menor, no llegue a ir a la escuela pública hasta poco antes de terminar la guerra.
Por entonces los juegos más frecuentes eran con José y Maruja, bien en el corral de su casa o en la nuestra o en la calle. También recuerdo de esta época a Goyin el hijo del farmacéutico (Don Gregorio Bara) que venía a jugar con nosotros. Un día, estando en casa de Forcada, (lo recuerdo muy bien), jugando en el corral, alguien llegó gritando ¡Ha venido la guerra! ¡Ha venido la guerra! Salimos a la calle y vi un gran gentío que procedente de la carretera, del cruce, entraba en el pueblo camino de la plaza cantando, dando gritos y con gran algazara. Y camiones protegidos con colchones por entre los que asomaban los soldados o milicianos y los fusiles, escopetas u otro tipo de armas. Los soldados que vinieron fueron distribuidos por las casas del pueblo y los que no cupieron en las casas se acomodaron en los pajares de las eras. Nuestras vidas desde entonces iban a estar marcadas por el signo terrible de la guerra. De momento “a casa” y orden de no salir. Fue una suerte que mi padre que era Secretario del Ayuntamiento no estuviera en el pueblo cuando entraron las tropas, librándose, seguramente, de ser apresado o quizás algo peor. Había ido de viaje a Huesca y ya no pudo volver. Así que mi madre (Doña María) afrontó la nueva situación con los tres crios a su cargo: mi hermano mayor David (8 años) Amparo la pequeña (cinco años) y yo, Luis, con siete años. Un papelón como diríamos ahora. La impagable amistad y lealtad de nuestros inolvidables vecinos nos ayudó a sobrevivir en aquellas circunstancias. Quede aquí, antes de seguir, mi homenaje y agradecimiento a todos ellos.
II
El pueblo se llenó de gente forastera. Además de los soldados o milicianos casi todos catalanes (“catalán futut echa la merda por un cañut”) llegaron los refugiados. Los que vinieron de Cuarte se alojaron en el Cuartel de la Guardia civil, en la Jarea. En nuestra casa, se alojó una o dos familias, que vinieron evacuados de Tardienta entre ellos el señor Daniel que era molinero y su mujer Sebastiana, dos buenas personas con los que mantuvimos la amistad muchos años. Había además algunas mujeres y dos mozos, José y Miguel, que se fueron a la mili en plena guerra y como no, al seño Pascual, el mayor de todos ellos, mal genio, que nos amenazaba, a David sobre todo, cuando hacíamos algo que no le gustaba, con mandarnos a Rusia para reeducarnos. La presencia de los soldados en las casas imponía nuevas normas a los muchachos y supongo que también a los mayores porque todos tenían que adaptarse a la nueva situación que se salvaba gracias a la hospitalidad que siempre ha distinguido a las gentes del pueblo. Recuerdo que en casa era difícil arrimarse al fuego del hogar cuando hacía frío pues los forasteros, que eran muchos, lo ocupaban todo. Pero eso no era lo peor. El terrible signo de la guerra iba imponiendo su ley.
Pronto mis asombrados ojos de niño vieron arrojar por las ventanas del Ayuntamiento montones de libros y papel que se cargaba en una carro camino de la hoguera. La Casa del Cura saqueada y tirados en medio de la calle, libros gordísimos mezclados con muchos papeles, candelabros, Santos y muebles. Los milicianos disfrazados de curas. Recuerdo que nos llevamos a casa dos candelabros, lo que nos valió una regañina monumental por llevar a casa aquellos objetos que por lo visto representaban al maligno; en la trasera de la Casa Luis o Bernardos había un montón grande de libros, procedentes de su biblioteca, que estuvieron ardiendo mucho tiempo. En nuestras correrías, muchas veces llegábamos a ver como estaba la hoguera que ardió días o semanas. A mí me fascinaba los dibujos o estampas que ilustraba los libros (que conseguíamos sacar de entre el fuego y la ceniza) y de buena gana me hubiera llevado a casa alguno para verlo despacio pero ya sabíamos que no se podían coger y su destino era arder hasta consumirse. Ardió el altar de la iglesia y vi muchas imágenes colgar de los árboles o servir de tiro al blanco. La Jarea también fue destrozada y como estaba abierta, nosotros, los críos, podíamos campar libremente por todo el recinto: la Iglesia, el claustro, los patios, la casa cuartel, por todo. Incluso un pasadizo subterráneo que había en el Saso, detrás de la Iglesia, al que entrábamos y salíamos como perico por su casa, no sin cierto temor porque alguien dijo que allí había muertos enterrados. Las campanas de la Iglesia de San Juan y las de la Jarea se tiraron al suelo y solo se salvó la del reloj. La brutalidad de la guerra llegó, también, a nuestra vida de forma muy particular pues como mi padre que era por entonces el Secretario del Ayuntamiento (como ya he dicho) se había quedado en el otro lado del frente, en Huesca, es decir, en los nacionales o fascistas, éramos tratados como enemigos de la nueva situación. Recuerdo los muchos registros de los que fue objeto nuestra casa de día y de noche por los soldados o milicianos. Por la noche nos levantaban de la cama a punta de fusil o pistola, revolvían las habitaciones y armarios mientras nosotros, los tres críos, en pijama o desnudos, llorábamos muertos de miedo. Recuerdo que en estas ocasiones llamábamos o venían nuestros vecinos sobre todo al señor José Forcada que venía para poner un poco de paz y orden y tratar de evitar que aquellas gentes cometieran con nosotros una tropelía irremediable. ¡Horrible! La que más sufrió este acoso fue mi madre. Un día sufrió un asalto o intento de matarla cuando iba a salir de casa. Aprovechando que los soldados que estaban hospedados en casa habían salido a formar, dos milicianos se apostaron en el zaguán esperando que saliera de casa para… atacarla[1]. Mi madre se desmayó y cayó al suelo al tiempo que volvía alguno de los soldados hospedados en casa. Estos comunicaron lo que pasaba al Jefe que mandaba las fuerzas el cual vino personalmente a casa (recuerdo verlo sentado a los pies de la cama donde mi madre estaba más muerta que viva) y éste ordenó poner guardia permanente en casa con orden de no dejar pasar a nadie que no fuera conocido. Y así se cumplió mientras aquella fuerza estuvo en Sesa. Pero de todos los malos recuerdos de la guerra hay uno, que me viene ahora a la memoria, que ilustra el clima en que vivíamos. Alguien, un muchacho, había conseguido un pelotón o un balón y nos fuimos a una era, por la Fuente Santa, lo recuerdo muy bien, para jugar un partido. La manera de formar los equipos era con la consabida fórmula de echar pies. Los que echan pies eligen a los de su equipo. Cuando me eligieron a mí y a Paquito de Larraz, alguien dijo: “estos no, que son fascistas”. Y nos echaron del juego. Paquito y yo nos fuimos a la margen de la era a ver jugar y Paquito me dijo: ¿También han matado a tu padre? Y le respondí que no, que mi padre estaba en Huesca. Paquito me contó que a su padre si lo habían matado. Desde aquel día Paquito y yo sellamos una amistad imborrable hasta el día que Paquito murió hace ya varios años, pero siempre le llevaré en el recuerdo como el amigo del alma.
Recuerdo las carreras por llegar los primeros a la cola del rancho. El rancho se repartía a los soldados en la antigua fábrica de alcoholes, en la carretera de Salillas (Sancerni ??) donde habían instalado las cocinas. Allá íbamos un montón de críos con nuestro plato o cozoleta a recoger el reparto de sobras del rancho. Es decir, después de dar el rancho a los soldados, si quedaban sobras, nos las repartían a nosotros. Nos sabía a gloria. Era divertido. Poco a poco las sobras fueron más escasas y no tan apetitosas. No recuerdo cuando pero dejamos de ir a la cola del rancho.
La antigua hospitalidad de las gentes del pueblo se extremaba con los soldados que al fin y al cabo eran gentes que estaban lejos de sus casas y familias. De vez en cuando los soldados o milicianos se marchaban al frente. Cuando volvían, maltrechos y doloridos de los combates, se les atendía con toda solicitud no solo curándoles heridas pequeñas, sobre todo en los pies, que traían lastimados por las largas caminatas o correrías a que habían sido sometidos sino también aliviando sus estómagos hambrientos con los recursos de que se disponía que con el tiempo se fueron haciendo cada vez más escasos..
En este escenario de la guerra enseguida hizo su aparición la aviación. Pronto vimos por los cielos de Sesa “la pava” que venía de Sariñena e iba a Huesca a descargar su mortífera carga. Era un avión grande y lento que aparecía casi a la misma hora y el ronroneo de sus motores se oía mucho antes de que lo viéramos. ¡Ya vine la pava! Su silueta obscura y solitaria se distinguía fácilmente en el cielo y la mirábamos como un espectáculo nuevo y casi maravilloso. Tiempo después, a la “pava” se unieron otros aviones: escuadrillas, los ratas, muchos aviones, incluso vimos algún combate aéreo y la estela de humo dejada por algún avión derribado. Pero aparecieron los aviones que “no eran de los nuestros” que nos atacaban ametrallando los tejados de las casas y tirando bombas contra nosotros. Creo recordar que en uno de los primeros bombardeos que sufrió el pueblo una bomba alcanzó casa Val, cerca de nuestra casa y otras cayeron por el río; se decía que querían derribar el puente. No acertaron pero alguien resulto alcanzado por la metralla y murió a consecuencia de las heridas. Enseguida se organizó un sistema de alarma consistente en una sirena y el repique de la campana del reloj para anunciar la llegada de aviones enemigos y se improvisaron refugios utilizando algunas bodegas subterráneas de las que abundan en el pueblo. El más cercano de casa era el de Argenta pero había otro en Casa Ariño y alguno más que no recuerdo. El de Casa Ariño se comunicaba con otra bodega colindante a través de un agujero cavado en una de las paredes. El objeto era garantizar la salida en el caso de que una bomba obstruyera la entrada. Tan pronto sonaba la sirena o la campana del reloj corríamos a los refugios donde permanecíamos con el corazón acelerado que se te salía por boca hasta que pasaba el peligro. Se generalizó la costumbre, sobre todo los críos, de llevar un palito colgado del cuello, que nos poníamos atravesado en la boca, entre los dientes, cuando estábamos en el refugio hasta que pasaba la alarma. También recuerdo que se hizo un túnel en el cruce por debajo de la carretera; este túnel se derrumbó quedando sepultados algunas personas entre ellas el amigo José Mari Callen al que le quedo de recuerdo para siempre una cicatriz en la cara.
Huyendo del peligro de la aviación nos fuimos una temporada al viejo molino de Bujaman o Buchaman que el señor Daniel (molinero) conocía y que estaba en desuso o deshabitado. Con nosotros, allí se asentó también una fuerza militar motorizada porque el lugar era bueno para ocultar o camuflar los vehículos de la vista de los aviones nacionales. Los recuerdos que tengo de la estancia en Bujaman son pocos. Una noche salimos de la casa porque se veía en el horizonte, hacia la Sierra de Guara, una inmensa luz rojiza. Se comentaba que Huesca estaba en llamas, pero no, aquello era una aurora boreal, fenómeno rarísimo de ver por esta latitud. Nunca la he vuelto a ver. Eso sí lo recuerdo. Tampoco puedo precisar cuánto tiempo estuvimos allí y cuando volvimos a casa.
Cuando los soldados o milicianos levantaban el campo para ir al frente nosotros (los crios o muchachos) corríamos a los pajares para rapiñar lo que los soldados podían haber olvidado o abandonado.. Eran codiciados los platos de aluminio y una cantimplora de aluminio era un trofeo grandioso. Pero te podías encontrar cualquier cosa desde un peine de balas o una bayoneta o un par de zapatos viejos. En estas expediciones los chicos mayores, eran los que marcaban el terreno a los más pequeños; no nos dejaban entrar en los pajares hasta que ellos los habían explorado y eso porque podía haber cosas muy peligrosas, como una bomba olvidada, y ellos se constituían así en nuestros protectores. No era ninguna tontería porque en alguna ocasión los soldados dejaron olvidada una bomba de mano u otro artefacto que podía ser sumamente peligroso en manos inexpertas. Los chicos mayores se habían ido familiarizando con estos artefactos de ver a los soldados manipularlos pero, así y todo, alguno de aquellos mocetes pago muy cara su exceso de confianza o su temeridad..
Aquel ejército acabó pronto con los corderos, las cabras, las gallinas, los conejos caseros, el vino de las bodegas y las existencias de la despensa de todas y cada una de las casas y hasta con los barbos de la badina se esquilmaron tirando bombas de mano; éstas explotaban en lo profundo y los barbos salían despanzurrados a la superficie. Barbos gordísimos como no había visto nunca. Afortunadamente la economía del pueblo basada fundamentalmente en el campo permitió soslayar la situación mal que bien, y aunque faltaban o escaseaban muchas cosas, como el jabón, arroz, café, azúcar, etc. o los géneros textiles, se sobrevivió sin pasar mucha penuria gracias a los productos de las huertas muy fértiles que tiene el pueblo aunque se racionaron otros productos, como el aceite.También con el tiempo se organizó el comercio de toma y daca, es decir trueque. Por ejemplo se podía cambiar un pollo, por un trozo de jabón o un tarro de azúcar, y se aguzó el ingenio para suplir las carencias. Las mujeres mayores resucitaron el arte de hacer jabón con grasas sobrantes y sosa; salieron de los doblados antiguas y olvidadas cardas, ruecas y usos y se volvió a hilar la lana como en tiempos antiguos. Una caña bastante gruesa abierta por el extremo de arriba sustituía a la rueca donde se ponía el copo. La calceta era trabajo habitual de las mujeres de entonces que se reunían en el carasol para charlar y tejer los imprescindibles peducos de lana que los labradores calzaban con las clásicas abarcas. En esta situación se hicieron no sólo peducos sino otras prendas de vestir sobre todo los jerséis. Se combinaba con mucho arte lana blanca y negra para que las prendas resultaran más atractivas. Se aprovechaba y remendaba todo y nada era despreciado (desperdiciado) y esto se siguió haciendo hasta mucho después de terminada la guerra.
III
Como la escuela estaba cerrada y no había clases los críos estábamos todo el día campando organizando juegos y peleas. Los pequeños siempre arrastras de los mayores que eran los que “mandaban”. Mi hermano David que, como digo antes, solo es dos años mayor que yo, se unía con los mayores (Joaquín de Alpin, Valico, Domingo y Jesús de casa Pelaire, Ramón y Finín de Casa Ariño; Jesús de Marzal y otros más que no recuerdo) y era uno de los cabecillas. Lo mismo hacía amistad con los soldados y era capaz de irse con ellos en un camión a cualquier sitio, lo que preocupaba mucho a mi madre por temor a perderlo, o se enrolaba en los grupos de trabajo cooperativo con la gente del pueblo tanto en la vendimia o recogida de olivas, o en lo que fuese; gracias a este trabajo que le daba derecho a participar en el reparto cooperativo llegó a casa aceite, vino, o alguna otra cosa. Este carácter un tanto audaz para sus años le daba cierto prestigio entre la chavalería y entre los mayores también. Se decía que era el mejor conocedor de que huerto tenía los mejores melones o el mejor peral, unos y otros, sometidos a nuestras correrías y desmanes. Una de las peleas más enconadas a pedrada limpia fue la que tuvimos con los muchachos refugiados de Cuarte que se alojaron en la Jarea. También recuerdo alguna con los de Salillas pero no había que buscar enemigos muy lejos. Las organizábamos entre nosotros de la manera más natural del mundo. Se formaban dos bandos, se elegía el campo y ¡hala! A pedrada limpia; los pequeños, éramos los que suministrábamos material (piedras) a los mayores que estaban en la brecha. Había que elegirlas bien: “rionchas” si era posible porque éstas que son planas vuelan mejor y más lejos. Algún contendiente salía descalabrado, como es lógico, pero sin mayores consecuencias. Los arañazos, rozaduras o heridas superficiales se curaban con un buen lavado en agua de la acequia. El papel de fumar que venía en libritos podía hacer las veces de lo que ahora llamamos tiritas. No recuerdo que nadie fuera al médico para curar un descalabro.
Además de los “barrenos” con carburo y del clásico tirachinas de toda la vida, en cuyo manejo había verdaderos linces recuerdo, como juego propio de la guerra, un artilugio para detonar las balas de fusil una vez quitado el balín y la pólvora; quedaba la vaina con el pistón sin detonar; la vaina se llenaba de tierra o arena para que tuviera peso; se añadía un palito, del calibre de la bala, un extremo del palo se metía en la bala (formando un solo cuerpo) y en el extremo opuesto del palito se hacía dos cortes en cruz donde se colocaba la espoleta hecha de papel o cartón flexible; y en el reborde que el cartucho tiene en su base donde se aloja el fulminante se enrollaba una alambre con un clavo cuya punta tocaba el fulminante. El artilugio así montado se tiraba lo más alto posible y al caer por su propio peso, el clavo percutía el fulminante y ¡pum! !Genial!
IV
Los días que precedieron a la entrada en el pueblo de las fuerzas nacionales fueron especialmente dramáticos y los tengo muy grabados en la memoria. Uno o dos días antes, mi madre que nunca se movía de casa aunque hubiera alarma de aviación, nos despertó muy temprano y con mucho sigilo salimos de casa sin que lo advirtieran los refugiados de Tardienta sobretodo el señor Pascual al que temíamos de verdad. Había miedo de que evacuaran el pueblo. Nos refugiamos en casa de los padres de Petra, esposa de José Arias, el cual había sido conductor de La Sesantina, y había quedado en la otra zona, como mi padre, lo que creó entre mi madre y Petra un nexo de solidaridad. Ese mismo día bombardearon el pueblo con bombas de muchos kilos. Una cayó precisamente en nuestra casa que la derribo por completo y afectó también gravemente la de nuestros vecinos los Telesforo. Fue una suerte providencial que abandonáramos la casa para refugiarnos en la de los padres de Petra. Éstos tenían la casa al final de un callejón que hay subiendo a la Jarea, antes de llegar a casa Sesé. Dormíamos en la cueva que hacía de habitación al fondo de la casa y nos tapábamos con la manta de la albarda pues no tenían otras ropas. La última noche la pasábamos en un refugio que había en la casa que está en el recodo de la subida a la Jarea antes de llegar a la Cruz, muy cerca de la casa de Petra. Allí se refugiaba mucha gente sobre todo de los alrededores de la zona. Cada uno se las arreglaba como podía tanto en lo referente a comida que era muy escasa como a las ropas de dormir. Nosotros con la casa en ruinas no teníamos nada de nada por lo que estábamos a merced de la caridad de los vecinos. Desde la Cruz, que es un punto dominante, se podía seguir el movimiento de tropas, tanques o camiones que iban o venían por carretera. Aunque era muy peligroso dejarse ver siempre había alguien que se atrevía a subir hasta la Cruz a ver lo qué pasaba y contar las novedades que iban sucediendo. Esa última noche fue especialmente dramática. Los Jefes de una de las columnas de soldados que iban de retirada pretendió evacuar el pueblo pero la intervención del alcalde y algunas otras personas consiguieron disuadir a los soldados y nos permitieron continuar en el pueblo hasta la llegada de los nacionales. Se ordenó no salir de los refugios ni hacer fuegos que delataran la presencia de gentes en el pueblo. Que miedo pasamos. Cuando ya amanecía se oían las voces (con altavoces) de los nacionales que llegaban. Se decía que venían moros y que nos harían perrerías. Los cañones que durante la noche estuvieron tronando y el chirriar de los obuses que volaban sobre nosotros, cesaron. Por los cerros que hay por la carretera de Grañén se veía siluetas de gentes pero no se tenía certeza de quienes eran. Se puso una sábana blanca en la torre del reloj en señal de paz. Hasta que al final, ya de día, por la carretera de Grañén, llegaron los primeros nacionales. Y cuando ya se tuvo la certeza de quienes eran el pueblo salió de los refugios y fue a recibir a las tropas con mucha alegría. Habíamos pasado tanto miedo que aquello era una verdadera liberación. Entre los que salieron estaba Mosen Julián de Cortillas que la familia consiguió tenerlo oculto en su casa durante todo el tiempo. Recuerdo que me escape para ver nuestra casa. Efectivamente era un montón de escombros y en lo que podía haber sido la puerta de casa había un soldado muerto. Creo que aquel era el primer muerto que contemplaban mis ojos. También murió en el bombardeo el señor Pascual. Este bombardeo fue particularmente destructor. Otra bomba, destruyo medio Cale. También afectó a Casa Luis. Sí, sí, aquella casa que yo quería tirar con el pico del Sr. José de Forcada. Otra bomba quedo clavada sin explotar, gracias a Dios, en medio de la calle San Juan a la altura de Casa Valico y allí permaneció, ya desactivada, durante mucho tiempo. Creo que ya había terminado la guerra cuando sacaron la bomba de la calle San Juan y la plantaron en el cruce, frente al molino, como un trofeo, y allí estuvo algún tiempo, hasta que un buen día la bomba despareció sin dejar señal de quien se la llevó.
V
Estábamos subidos, mis hermanos, yo y alguno más que no recuerdo, en un camión que había venido con el Ejército nacional, para ir a Huesca, cuando, de pronto, de entre los soldados, apareció el tío Manolo, hermano de mi padre, que formaba parte de las fuerzas que entraron en el pueblo. Lo recuerdo con los brazos abiertos ¡Hijos míos! Nos abrazamos a él golpeándonos la cara contra su casco de acero. No se pueden describir la emoción que nos produjo su presencia. El viaje a Huesca fue interminables por los rodeos que tuvo que hacer el camión debido a que las carreteras estaban cortadas. Ya en Huesca nos reunimos con papá y el resto de la familia. Pasados unos días nos fuimos a Ayerbe, a la casa de los abuelos, donde permanecimos varios meses a la espera de que nuestros padres encontraran nueva casa para vivir en Sesa.
No puedo precisar cuánto tiempo estuvimos en Ayerbe. La noción del tiempo de esta época la tengo difusa. Pero si recuerdo que vueltos a Sesa fuimos a vivir durante una temporada a casa de Don Arturo Bernardo o Bernardos cuyo caserón es contiguo a la casa Ayuntamiento. Don Arturo era un señor que vivía solo en aquella casa enorme y debió acceder a dejarnos algunas habitaciones. Recuerdo que la cocina estaba abajo y los habitaciones en el piso de arriba. Don Arturo tenia de sirvienta una señora mayor llamada Dorotea que la recuerdo con su toca en la cabeza o pañuelo anudado al cuello, sayal largo (como vestían entonces las señoras mayores) y delantal grande. Don Arturo era una persona un tanto rara; además de vivir solo no tenía trato con los vecinos y apenas salía de casa.
Pronto nos mudamos a la casa de al lado, la del Ayuntamiento. Ocupamos una vivienda en el piso más alto al lado de la vivienda de la maestra doña Pura que vivía con una hermana (Josefina) y su madre doña Matilde. Allí permanecimos hasta que nos marchamos del pueblo definitivamente. En el piso de abajo estaban las oficinas del Ayuntamiento y la Escuela de niños. En la planta baja además de un cuartucho que servía de calabozo había otras dependencias y la Escuela de niñas. Y al fondo, el corral, con dos cobertizos pequeños para guardar leña o gallinero y el retrete de la escuela de niñas, elemento éste que era muy raro encontrar en las casas del pueblo en aquella época. Como no había agua corriente los desechos iban a parar a una cloaca o pozo séptico que periódicamente se vaciaba echando la porquería en un pozanco que había en medio del corral a cielo descubierto; como máxima medida sanitaria se cubría con una buena capa de paja y nada más. Pues a pesar de la falta de protección, alrededor de este pozo jugaron a la hora el recreo las niñas que en aquella época iban a la escuela de doña Pura y alguna, en un descuido, metió la pata y algo más en aquel pozo. Como se ve las condiciones higiénicas dejaban mucho que desear pero así se vivía entonces y sobrevivimos a estas carencias y una, no pequeña, era ésta de no tener agua corriente y el correspondiente alcantarillado, mejora que aún tardaría muchos años en llegar a los pueblos pequeños. El agua, imprescindible para todo, se usaba en la misma forma como se había venido haciendo desde tiempo inmemorial, con esfuerzo e ingenio. En las casas solía haber una tinaja para almacenar una reserva de agua que se utilizaba para fregar y otras faenas domésticas. No era para beber. Cuando el agua se agotaba había que volver a llenar la tinaja. El agua para estos menesteres se traía (acarreaba) de la acequia al final de la calle de la Virgen, cántaro a cántaro, o bien, el que disponía de caballería (generalmente un asno) mediante las argaderas, (aguaderas), un aparejo hecho de mimbre que permitía trasportar cuatro cántaros a la vez; cargar, descargar, vaciar, llenar, volver a cargar… etc. etc. Esto dicho así parece no tener mayor importancia pero era un trabajo formidable que generalmente lo hacían las mozas y que ponía a prueba su fortaleza física. No recuerdo casa alguna con pozo para sacar agua. Sí que había (y seguirá habiendo) bodegas en la que manaba el agua pero como es sabido el agua de las bodegas no es ni potable ni apta para lavar. A la de Satué íbamos, en verano, al mediodía, mi hermano o yo, a coger un pozal de agua para refrescar el vino. Para beber se traía el agua de las fuentes. Generalmente de la Fuente Alpín en la carretera de Salillas. Al menos durante algún tiempo, en casa, yo fui el encargado (seguramente un castigo impuesto por alguna travesura) de ir a la fuente con el botijo, un botijo blanco y panzudo que lleno de agua pesaba un montón. Alguna vez, enfrascado en los juegos se me olvidaba esta obligación y cuando llegaba a casa me ganaba una buena regañina y después tenía que coger el botijo e ir a la fuente a llenarlo aunque fuera de noche. Recuerdo que por la noche pasaba miedo camino de la fuente pues los árboles, y las sombras, en la oscuridad, me parecían fantasmas amenazantes. Cuando de regreso llegaba a la fábrica, ya se aliviaban mis miedos, era como si hubiera llegado a un territorio conocido y seguro. Un día mi hermano David, dio en ir a llenar el botijo con la bicicleta. Cogía la bici bajaba por la calle Mayor hasta la carretera y en un instante ya estaba de vuelta con el agua fresquita recién cogida. ¡Que rica! El agua fresca recién traída de la fuente, sobre todo en verano, era una de las delicias que se podía apetecer. Por entonces eran pocas las bicicletas que había en el pueblo. Quizás la otra bicicleta era la de Francisquer de Pertusa. Una bici amarilla que Francisquer manejaba con pericia admirable. Francisquer, a la sazón Alguacil del Ayuntamiento era como de la familia. Tenía la mano derecha poco desarrollada por culpa de un problema de nacimiento. Pero su mano izquierda valía por las dos de muchos de nosotros; con su mano izquierda lo podía hacer todo, desde escribir perfectamente hasta otros muchos trabajos para los que nosotros necesitamos las dos manos. Cuando teníamos un problema recurríamos a Francisquer que con seguridad él sabía resolverlo. La última vez que le ví se ocupaba del mantenimiento del reloj de la torre de la Jarea y del depósito de agua, en el Saso. Que orgulloso estaba de mantener vivo el viejo reloj al que cuidaba con verdadero mimo. Francisquer hacia los pregones al son de una trompetilla.
-De orden del señor Alcalde……se hace saber……
Gran persona Francisquer de Pertusa; Francisco Pertusa Carilla por si alguno no lo recuerda. Amable, voluntarioso y generoso.
VI
Al mudarnos de casa a la calle Alvarado, hicimos nuevos amigos relacionados con ese entorno; Ramón, Finín y Gonzalo de Casa Ariño; los hermanos Ramonico, Garris, Benita, Feliciano, Rosita (hija del sastre) y muchos más de esa parte del pueblo sin que ello fuera obstáculo para mantener las anteriores amistades. David era más amigo de Ramón y Finín y yo era más amigo de Gonzalo. Gonzalo y yo nacimos el mismo día y el mismo año (23 de Febrero de 1929) lo que creaba entre los dos una corriente de mutua simpatía. Y Paquito de Larráz, ahora más cercano, y José Mari Callen; formábamos un trío inolvidable. Pero lo cierto es que aunque podíamos tener algunas preferencias unos con otros, todos, todos éramos amigos de juegos y correrías. Me vienen a la memoria otros nombres: los hermanos de Larraz; Valico, Acebillo, Feliciano, Dominguin y Jesús de Casa Pelaire; Jesús y Leopoldo de casa Marzal, Vizcarra, Lázaro, Manolo Satué, Máximo Colungo, Pabler, Jesusin, Garris y muchos más.
Por entonces se habían normalizado o reanudado las clases bajo la mano generosa de don José Abizanda que tuvo que cargar con el duro trabajo de desasnar aquella pandilla de salvajes que sobrevivimos a la guerra. Lo recuerdo muy bien, delgado, alto, fuerte, con su jersey azul de cuello alto y cremallera, pelo negro peinado hacia atrás, muy liso, con la raya en medio, paseándose por la escuela o mirando por los ventanales con su cigarrillo al que le daba unas chupadas largas y profundas para después soltar el humo que se desvanecía poco a poco en el aire formando caprichosas figuras en el contraluz del ventanal. Inolvidable don José, nuestro querido y respetado Maestro. Se sentaba en una mesa al final de la sala. Había dos filas de pupitres; y al final, uno o dos bancos corridos para los más pequeñines; quedaban dos pasillos laterales y uno al centro; todos mirando al Maestro. A su derecha un armario donde se guardaban libros y material escolar y la puerta que daba a la terraza o galería y el retrete. A su izquierda una pared donde colgaban las “viñetas”, la pizarra y algún mapa y la puerta de entrada como a la mitad de la sala. En cada pupitre nos sentábamos dos alumnos. El tablero, abatible, inclinado, y debajo había un hueco o cajón para guardar los libros, libreta, plumín, etc. y dos tinteros metidos en sendos agujeros que había en el tablero para este fin. Los asientos también abatibles; en la época de los litones había que tener cuidado al sentarte porque una de nuestra travesuras era poner un hueso de litón para que al sentarte estallara con gran estruendo con la risita cómplice de los autores. Don José miraba y yo creo que también se reía. Las clases se organizaban en dos o tres secciones según edades y el grado de conocimiento. Los primeros estudios comenzaban con el Rayas: ma, me, mi, mo, mu, mama me ama, etc, y se terminaba con el Grado Elemental de la Enciclopedia de Carles Dalmau Pla que era un libro que contenía todas las asignaturas objeto de estudio. El Grado Elemental contenía todas las materias: Aritmética, Gramática, Geometría, Geografía, etc. y otras como Agricultura o Higiene. La clase de la tarde se dedicaba a lectura, dictado, dibujo y hacer el Diario; que le tocaba un día a uno y otro día a otro. ¡Cuánto esmero poníamos en redactar el Diario! Don José, para estimular nuestra afición al estudio, organizaba periódicamente un examen pero con la particularidad de que las preguntas nos las hacíamos los alumnos unos a otros y él hacía de juez. Era como una lid entre compañeros. Los que entrábamos en el juego nos poníamos de pie alrededor de su mesa y unos frente a otros nos hacíamos las preguntas que eran las mismas de la enciclopedia y el premio era subir o bajar en el puesto que ocupabas en la clase. Nadie quería bajar del puesto que ocupaba, el estímulo era subir. Ser primero de la clase era un gran orgullo. Recuerdo la competencia que teníamos Gonzalo, José Mari, Pabler que era un lince y otros que ocupaban los primeros puestos. Era una rivalidad sana y cordial. La escuela de las niñas estaba debajo de la nuestra y algunas tardes llegaba hasta nosotros las voces de las chicas que cantaban canciones que doña Pura les enseñaba.
-¡”Son tontas”!.
Pero un admirado silencio dejaba llegar hasta nosotros el coro de sus canciones..
Antón, Antón
No pierdas el son
Porque en la alameeeeeda
Dicen que hay un hombrón
Con un camisón …………
……
Ya e van los pastores
Ya se van marchando..
Yo asistí a las clases hasta los quince años, pero no todos llegaban al final de la enseñanza. En aquellos años los niños y las niñas ya un poco crecidos (catorce años) dejaban la escuela y se incorporaban pronto a los trabajos del campo ayudando a la familia, y no solo en la época de la recolección que exigía un gran esfuerzo de todos, grandes y pequeños, sino todo el año. Muchas veces acompañé a Paquito de la Larraz a recoger el ganado cuando al anochecer el pastor regresaba con el rebaño. Se formaba como un gran rebullicio de gritos, balidos, silbidos y voces de unos y otros mientras se separaban los animales del rebaño. Me admiraba cómo cada uno reconocía las ovejas y las separaban del rebaño para llevarlas a su corral. Paquito recogía las suyas y las llevaba a su casa entrando por la puerta de atrás, la del corral, y las encerraba en su establo y las “echaba” de comer. Cuando las ovejas empezaban a comer dejaban de balar y se hacía un gran silencio. Solo se oía el run run de los animales comiendo. Otras veces le acompañaba cuando llevaba las bestias a la acequia, a abrevar. Paco solía ir montado en algún mulo y algunas veces yo montaba detrás. Llegaban los animales al agua y se amorraban para beber mientras Paquito les dedicaba un suave silbido mientras sorbían el agua hasta saciarse.
Porque Silbas? – Porque así beben más a gusto.
A veces nos juntábamos en la acequia otros que también llevaban sus animales a abrevar. Y todos silbaban de la misma manera cuando los animales bebían. Seguro que, actualmente, la mecanización del campo y el agua corriente en las casas ha dejado en desuso esta costumbre de llevar abrevar a las bestias cuando declina el día. También muchas veces le acompañé a casa del herrero, ya anochecido, donde iba para aluciar las rejas o los barrones de los aperos de arar. Allí se juntaban muchos mozos y no tan mozos con el mismo objeto. Se hacían bromas con el sordo que tenía muy mal humor pero era muy buena persona. El sordo de casa el herrero lo recuerdo muy buen. Enjuto de cara y de cuerpo y con unos ojos vivaces que sabían leer sino el pensamiento sí que leían en los labios del otro lo que le ibas diciendo.. “Habla despacio” te decía, y le hablabas despacio y lo entendía todo aunque no oía nada solo por el movimiento de los labios. En la herrería era el jefe y manejaba el martinete como el maestro que era, mientras, al que le tocaba, que generalmente era el dueño de la reja que se aguazaba, le daba con el macho al hierro candente según el herrero marcaba, unas veces sobre el hierro y otras sobre el yunque, según convenía interpretando una musiquilla que a mí me fascinaba. Después, terminada la obra, sumergía el hierro en la pila de agua. Primero un poco y después toda dentro levantando una nube de vapor de la pila que se extendía por todo el recinto obscuro y lleno de cachivaches. Para mi aquello, la fragua, el martilleo, el fuelle, el fuego, era un espectáculo fascinante que no he olvidado nunca.
Pero la época de la recolección era cuando todos los componentes de la familia, grandes y pequeños eran necesarios para llevar a cabo aquellos trabajos. La escuela se cerraba pronto para que los muchachos participaran en las faenas del campo ayudando a los mayores. Los trabajos más rudos correspondían a los hombres. Pero colaboraba toda la familia. Todos eran pocos para el gran trabajo que se presentaba.
Con la siega empezaba un trajín que no terminaba hasta el otoño con la vendimia. Aún brillaban las estrellas en el cielo cuando las gentes ya iban camino del tajo La siega se hacía, por lo general, a brazo, con las hoces milenarias. También, aunque pocas, había alguna máquina segadora. Las gavilladoras, representaban la modernidad; cortaban la mies y hacían gavillas que iba soltando sobre el terreno ya atadas; su recogida era más fácil y cómoda para hacer los fajos; otro tipo de segadora más simple, solo cortaba la mies y la soltaba en el campo sin atar. Atar los fajos es un trabajo muy duro que requiere buenos brazos. Para este menester se utilizan los bastos fencejos de esparto. El acarreo de las gavillas era trabajo más llevadero, para gente menuda o las mujeres. Estas labores han desaparecido casi por completo con las modernas cosechadoras pero en aquellos tiempos representaban esfuerzos y sacrificios muy grandes.
Cuando terminada la siega llegaba la trilla; las eras que durante todo el año estaban medio muertas, se llenaban de hombres, mujeres, críos y bestias, que iban y venían, llevando o trayendo y el aire se llenaba de voces, gritos, silbos y cantos. Se puede decir que el pueblo se iba a vivir a las eras. ¡Cómo me gustaba subir en el trillo y dar vueltas y vueltas a la parva! La era de los Telesforo y Larraz o Ariño era la que más frecuentaba pero igual te quedabas en otra en la que estuviera trillando otro conocido.
-Anda sube que te doy unas vueltas.
Si al caso venia, ayudabas a dar vuelta a la mies con la forca de madera. O escobar, arrimando a la parva, la mies, que se salía de ella. Después de la siesta cuando el calor aflojaba se aventaba. A brazo unos, si el viento lo consentía, otros con la máquina de aventar con su característico traqueteo: “ tracatrá, tracatrá, tacatrá.” Y al atardecer con el trabajo hecho, la cena y a dormir. Una buena ensalada y rajar un buen melón era todo un placer. ¡Ah! Y un trago de la bota. Alguna vez, pocas, me quedé a dormir en la era. No me gustaba. Era incómodo dormir sobre la paja o las mieses; las moscas, mosquitos u hormigas y el aire fresco de la noche me molestaban y no podía dormir. Pero los demás, cansados del duro trabajo, estas cosillas eran minucias y dormían a pierna suelta. Poco, porque pronto había que empezar de nuevo.
EL AÑO AGRICOLA TERMINABA CON LA vendimia. En la vendimia también intervenían los muchachos y muchachas sobre todo en el corte de las uvas que se llevaban al lagar con las consabidas “portaderas” hechas con duelas como los toneles, o con los más humildes “cuebanos” hechos con mimbres. La vendimia y todo el proceso de elaboración del vino era completamente tradicional, artesano, según el lenguaje de ahora y espero que haya sobrevivido algún lagar a la “modernización” de la vida y las costumbres. Recuerdo que era por los días de semana Santa cuando se “espirallaba” y se probaba el vino nuevo. Con este motivo, se reunían algunos amigos y se iba de bodega en bodega a “expirallar” y catar los nuevos vinos. La cosa terminaba con alguna que otra cogorza sin más complicaciones. Nunca he sabido si se espirallaba en Jueves Santo porque no había baile y había que entretenerse con algo, o se espirallaba en Jueves Santo por ser el día indicado para ello; era un orgullo poder presumir de tener en la bodega un buen vino, o acaso el mejor, bien del año o en el tonel especial de la casa para las buenas ocasiones. Estos toneles especiales de cada casa eran lo que se conoce como “soleras” (en contra posición a las “añadas” de tradición riojana) y alguna, ahora, seria bandera del somontano. Tengo noticia de que se arrancaron hace años las cepas y actualmente son pocas las viñas que han sobrevivido. ¡Una pena! Paco de Larraz había elaborado su propio tonel que guardaba en el doblado de su caso. Un vino blanco rico rico. Se que lo inicio con uva macabeo cosechada cuando estaba muy madura y lo piso aparte en una tina. Muchas veces, muchas, los Domingos, antes de ir al baile, nos atizábamos unos cuantos lingotazos de su solera y nos liábamos un cigarro de su petaca. Empezábamos a presumir de mozos.
LA FIESTA DE AGOSTO
Entre recolección y vendimia, en Agosto, teníamos el gran paréntesis, con la celebración de la Fiesta Mayor; recuerdo los pasacalles de buena mañana con los músicos de la orquestina de Binefar con un enjambre de críos alrededor; las rondas, Misa en latín de tres curas con sermón de Mosén Julián, cadiera de Autoridades; las mujeres delante en sus reclinatorios y mantilla; detras, en los bancos los hombres; y arriba en el coro el señor Antonio López, el señor Felipe Mestre y algún otro que se unía al coro, como Jesusín de Fernanda y yo mismo que hacíamos los primeros pinitos como futuros cantores. Los músicos de la orquestina, tocaban la marcha nacional cuando se alzaba a Dios mientras el monaguillo hacía sonar la campanilla. Y allí estaban, adornando en lo posible el pobre altar, los dos candelabros que David había rescatado del saqueo de la Casa del Cura, en tiempos de la Guerra y que se guardaron enterrados en el cuarto de las gallinas y se rescataron de entre los escombros de nuestra casa. Y supongo que seguirán estando allí todavía. Después de Misa a tomar el vermut al bar del Marinero, Gregorier o el de Lozano un guardia civil que una vez licenciado se quedó en el pueblo, casado con la señora Severina, vecinos de casa. A veces, el vermut consistía en una simple gaseosa fresquita e inmediatamente a comer. La victima de la fiesta seguro que había sido el mejor gallo del corral, guisado primorosamente a lo chilindrón, acompañado del mejor vino de la bodega, que los había y muy buenos. No es que se tirara la casa por la ventana, pero se hacía un esfuerzo por señalar en la mesa la solemnidad de la Fiesta y, quedar bien con los invitados. Y a la noche el baile en la plaza con los acordes de la orquestina de Binefar bajo la brillante luz de las dos las bombillonas que “el lucero” y Francisquer habían instalado unos días antes.
El baile terminaba con la jota y si el tiempo acompañaba aún quedaban fuerzas para ir a las fuentes a beber agua. Si, si a beber agua fresquita y de camino, al menos intentar hacer las primeras y emocionadas manitas con esa niña que nos encandiló en el baile. Nuestra vida se alimentaba de cosas simples y sencillas pero muy entrañables.
LA FIESTA PEQUEÑA
La Fiesta de Pascua, tiene un marcado sentido mariano, girando en torno a la Virgen de la Jarea, venerada no solo en Sesa sino también por los pueblos limítrofes que acuden en romería una vez al año en ación de gracias por haberles librado de la peste siglos atrás. Recuerdo muy bien la llegada de buena mañana, de las gentes de los pueblos cercanos, en romería, con sus grandes banderas y cantando la letanía respondida a coro con “ora pro nobis” camino de la Iglesia de San Juan porque la Jarea todavía era inhabitable por las graves cicatrices sufridas en la guerra; la misma imagen de la Virgen fue destrozada y sus pedazos recogidos por piadosas gentes de Sesa y que gracias a ello se pudo reconstruir después; San Juan también tenía graves cicatrices pero al menos era habitable; las mismas rondas y pasacalles que en la Fiesta mayor; el desfile de Mairalesas; la ronda, por la noche, de puerta en puerta con Jesús de Granados tocando la bandurria; y el canasto donde se guardaban las tortas de bizcocho con las que las mozas obsequiaban a los mozos rondadores; la Misa Mayor (de tres curas por lo menos) celebrada por el párroco Mosen Julian Cortillas. Mosen Julian era cura más andariego. Tenía a su cargo las parroquias de varios pueblos a los que asistía yendo y viniendo a pie, incansable; quizá no tan incansable, pero lo llevaba con la paciencia de los Santos. Y por la noche, si el tiempo era bueno, el baile, en la plaza Mayor, bajo la protección del Mayo, como una promesa de una primavera y futuro venturosos y bajo la luz de las mismas dos bombillonas que habia colgado el “lucero” y Francisquer. La jota aragonesa ponía broche final a la jornada donde las mejores voces del lugar brillaban con todo su esplendor. Me viene a la memoria, seguramente por su vinculación con nuestra familia, la magnífica voz de Rogelia de casa Fernanda querida y admirada como si fuera de mi familia aunque, por entonces, ya no estuviera con nosotros. Como tantos otros, al hacerse mayores emigraban en busca de mejor fortuna por esos mundos de Dios, especialmente Zaragoza y Barcelona. Ahora bien, la Fiesta Mayor o la Fiesta Pequeña eran ocasión de volver y reencontrarse.
Recuerdo también la Fiesta de Santa Águeda, el dia que mandaban las mujeres y daban un trozo de torta en la Misa. Las hogueras de San Fabián y San Sebastián. O Matar a la Vieja; extraña fiesta infantil que se celebraba con una merendola colectiva en la que cada muchacho se comía lo que había aportado; un huevo y un trozo de chorizo, morcilla o tocino, etc. que se recolectaba de casa en casa; embutidos o tocino se ensartaba en una especie de espadín o espetón.. Finalmente, en una casa se guisaba y se merendaba. La última que recuerdo fue en casa Ariño, donde la señora Isabel alegro con un trozo de chorizo el pobre huevo que puede arrancar a mi madre después de muchos ruegos. Hay cosas que no sé por qué se quedan en la memoria para siempre. Pero las Fiestas, la Fiesta Grande, en Agosto, y la Pequeña, por Pascua Florida, eran, seguramente como debe ocurrir ahora, los grandes acontecimientos del año.
Para los que no estábamos implicados en los trabajos del campo, con el verano y las vacaciones nos llegaba una época dorada. El río, las eras, la huerta o el frontón eran nuestro campo de operaciones. Pero sobre todo el río. Nuestras correrías iban desde la badina de Pabla a la del puente. Unas veces por el agua, otras por las piedras o por los caminos que bordean el río. Casi siempre corriendo y con gran algarabía. En el verano el río Guatizalema (Matapanizos) no lleva mucha caudal pero suficiente para poderte bañar en los muchos remansos que el río forma. La Badina de Paula me daba aprensión desde que sacaron ahogado al señor Fermín de la Codera. El señor Fermín era un fumador empedernido. Con la escasez del tabaco le decían: “Tenia que valer cinco duros la cajetilla y verías como no fumabas tanto”. Y el respondía con mucha cachaza; “Si, pero cada cajetilla como el pajar de Casa Ayerbe”. Y un buen día desapareció del pueblo y lo encontraron ahogado en la Badina de Paula. A mí me hizo mucha impresión. Todavía lo recuerdo.
Pero en cualquier sitio echábamos un chapuzón.
–“Agua corriente no mata a la gente”.
Pero la badina del puente era el punto de reunión para mayores y pequeños, sobre todo al atardecer. La badina bullía de muchachos. Entonces las chicas no participaban en estas diversiones. Los más pequeños nadábamos por las aguas del final de la badina y el centro era patrimonio de los mayores o más expertos nadadores. Para los más torpes la primera hazaña era llegar a la piedra y volver. Debajo de la primera arcada del puente, bien pavimentada, se formaba una fila de nadadores y uno tras otros daban el salto y se capuzaban en la badina procurando no caer uno sobre otro. Era todo un gozo. La badina tiene un sitio peligroso, según decían, por haber como covachas en donde podía quedar atrapado el nadador si cometía la imprudencia de adentrarse por esos recovecos. Alguna vez, vi sacar, de allí, alguno medio ahogado que los mayores resucitaban con prácticas no muy ortodoxas, según lo veo ahora. Un milagro.
En nuestros idas y venidas por el río, alguna vez, nos encontrábamos a Don José pescando en un remanso bajo los árboles.
…”el remanso del aire
bajo la rama del eco” … (Lorca)
De inmediato cesaba la cháchara que siempre nos acompañaba hasta que lo rebasábamos:
-Porque vamos tan callados?
-Porque con las voces se espantan los peces y no pican ¡Cállate! ¡Atontao!
Don José hacia como que no nos veía y seguía allí, con su caña y su anzuelo.
-Y pican?
-¡Cállate!! ¡Atontao!
El atontao casi siempre era yo.
La verdad era que la presencia de don José, el maestro, nos infundía un gran respeto allí donde lo encontráramos. En el río o en las calles del pueblo que siempre saludábamos con un “usted lo pase bien”. Le profesábamos un cariñoso respeto, bien ganado por su buen hacer en la escuela donde, que yo recuerde, nunca utilizó castigos corporales o humillantes para los alumnos, muy distinto a don Emigdio del que oí contar como se las tenía tiesas con el cojo de “ramonico” seguramente su alumno más rebelde.
-Suelta el bigote o …
-Suelte usted la oreja.
Cuando después del verano se reanudaba el curso escolar, asistir a la escuela y seguir el curso, era nuestra principal obligación y trabajo. Nuestros padres nos obligaban a asistir a la escuela y no recuerdo que nadie hiciera novillos porque el castigo no se hacía esperar. Nosotros, mi familia, como ya he dicho antes, vivíamos en la misma casa donde estaba la escuela, concretamente en el piso de arriba, por esta razón la asistencia a clase nos era más fácil o cómoda. De buena mañana ya oíamos el griterío de los críos que esperaban la llegada de don José, en el rellano que había frente a la puerta de entrada. De pronto se hacia el silencio y ya sabíamos que don José había llegado y no había tiempo que perder para bajar a la escuela. Ya sentados en el pupitre empezaba el repaso de la lección durante cierto tiempo hasta que Don José decidía entrar en materia. Cada uno salía del trance como mejor podía y casi sin darte cuenta ya era la hora del recreo. Cuando don José daba la señal, salíamos más o menos ordenados hasta llegar a la escalera. Bajar por la barandilla de la escalera era un ejercicio casi obligado y que no creo que ninguno de aquellos rapazuelos dejó de practicar alguna vez. Allí el bando de pájaros locos salía corriendo cada uno a su casa en busca de lo que las mamás nos tenía preparado para reforzar nuestros estómagos. No gran cosa porque los tiempo no permitían muchas alegrías, pero siempre había un pedazo de pan con “algo” que llevarse a la boca. Pero a los cinco minutos ya estaban todos reunidos otra vez, en la plaza, bajo los soportales, si el tiempo era malo o lluvioso, o camino del frontón.
El juego de la pelota era otro de nuestros juegos favoritos. El fútbol no estaba entonces tan popularizado como ahora y tener un balón era un lujo casi imposible. No obstante si recuerdo algún partido de fútbol en la era de Ayerbe. Y también, limpiar y marcar un campo en el saso bajo la batuta de Don José sin que este proyecto llegara a buen fin, Sin embargo la pelota a mano si que era un juego que practicábamos con mucho entusiasmo. Yo era un mal jugador y por eso cuando me incluían en un partido, como relleno, me colocaban a la derecha y cerca de la pared, lugar donde se suele poner a los jugadores mas flojos o novatos. Yo, al no tener pegada, cuando me llegaba alguna pelota, procuraba rasearla por encima de la raya para que fuera a botar entre la pared izquierda y el suelo lo que si se conseguía era muy difícil para el contrario devolver la pelota. No siempre salía bien y la pelota tocaba la raya y.. ¡Chaff!
–¡Atontaaaaaao! ¡zoquete! Levanta la pelota
El atontao, como ya he dicho, casi siempre era yo. Pero podía ser cualquiera otro. No era un insulto sino una forma de hablar. En general no éramos mal hablados ni decíamos palabrotas. Pero te podía caer alguna de las tres zetas: zoquete, zopenco o zamandungo apenas te descuidaras. O mameluco o zanguango que también eran de uso corriente según las circunstancias. Pero, como digo, normalmente no proferíamos palabrotas ni insultos.
La pelota y el frontón ocupaban muchas horas de nuestros juegos y era una de nuestras mejores diversiones, Incluso, para alguno de aquellos chavales no era ningún secreto fabricar o componer una pelota.
-Sí, hombre, mira, primero el pilotín; la goma de un neumático viejo de bicicleta es la mejor: se corta en tiritas y se fabrica el núcleo de la pelota: el pilotín; después unas vueltas con hilo fuerte, bien apretado alrededor de la goma; después, más vueltas con hilo de lana, de peduco, cuidando que quede bien redonda y después el forro.
El forro es muy importante. De `piel flexible o badana. Son dos piezas como dos ochos cuyo modelo se transmite de generación en generación. Y finalmente coser estas dos piezas; liza, aguja y lezna.
No es tan fácil. Hay que saber combinar muy bien el pilotín el hilo fuerte y la lana (de peduco) y sobre todo forrar la pelota requiere cierta habilidad y maestría. Y conseguir después de todo, una pelota agradable a la mano y con buen bote. No, no es nada fácil. Pero, como digo, no tenía secretos para alguno de aquellos muchachos.
Algún domingo, por la tarde, eran las personas mayores los que organizaban un partido de pelota. Estos partidos despertaban mucha expectación sobre todo cuando intervenía algún jugador forastero que estaba ocasionalmente en el pueblo por ser amigo o familiar de alguien. El frontón, en estas ocasiones, se llenaba de gente mayor, hombres generalmente, y crios no faltaba ni uno. Me admiraba la fuerza con que le pegaban a la pelota que rebotaba casi hasta el final del frontón. La gente prestaba mucha atención al juego comentado cada lance. Un señor, iba apuntando los tantos de uno y otro jugador haciendo rayas en el suelo.
– catorce y no rayo. Gritaba el que llevaba la cuenta cuando un jugador llegaba a completar una tanda.
La pelota la alternábamos con tirar el tejo (tangana) las carpetas, pitos (gua), etc. y la búsqueda de nidos, trepando por los árboles, según la época. En invierno el “Pio que Te Vi” era el rey. Las carreras iban de las eras a la Codera o al Castillo o la Jarea o cualquier otro sitio. Recuerdo las grietas que se nos hacía en las manos o las escoceduras en las piernas por el roce del pantalón corto, causadas por el frío invernal. O los sabañones. Pero ni el calor del verano ni el frío del invierno era obstáculo para nuestras interminables correrías. Si el tiempo era lluvioso nos refugiábamos en los soportales de la plaza y el “Burro” solía ser el juego preferido. Si no llovía, el frontón o campar a nuestro aire.
Aunque no llevábamos reloj ni “telefonino” (como ahora) controlábamos el tiempo con mucha precisión; estábamos habituados a la intemperie hermanados con la madre naturaleza y la luz del día nos orientaba con gran precisión. Siempre había alguno que sabía la hora. Donde no llegaba el tañido inconfundible de la campana del reloj la sombra del cuerpo si apuntaba al abadejo, las doce clavadas. ¡Mediodía! ¡A comer! Se comía al mediodía como se había venido haciendo desde hacía cien años o mil. Las doce eran las doce y el pan pan y el vino vino. No había llegado la moda de cambiar el nombre a las cosas para que no parezcan lo que son. El pueblo se acostaba y se levantaba con las gallinas y en medio de la pobreza todo era auténtico y verdadero.
FINAL
Nos estábamos haciendo mayores aunque no teníamos conciencia cabal de lo que nos estaba pasando. Tenía que pasar algún tiempo para ir adquiriendo conciencia clara de que el tiempo de ser niños había terminado para siempre y que empezaba para todos nosotros otra etapa de la vida: la pubertad y primera juventud que nos iba a lanzar, sin avisar, al torbellino de la vida, en una encrucijada de profundos cambios que iban a alterar radicalmente aquella apacible vida que evolucionaba con un ritmo para el que no estábamos preparados. Pero esto, no fue un obstáculo para que cada uno buscara y encontrara su futuro con bravura y decisión a costa de dejar muchos pelos en la gatera.
Eran los tiempos de la “pertinaz” sequía, de los campos arruinados, del pan negro. la cartilla de racionamiento, la Fiscalía de Tasas, el C-1, el estraperlo, el día sin postre o plato único, el escarabajo de la patata y otras calamidades que alumbró la década de los cuarenta. Todas las penurias y carencias referidas a la Guerra renacieron en la dura posguerra: las antiguas cardas, los antiguos usos de hilar, remendar ropa y calzado hasta límites insospechados, la falta de algunos productos esenciales para la subsistencia, desde la harina para hacer pan, hasta la falta de papel: recuerdo con que cuidado dábamos la vuelta a los sobres que llegaban al Ayuntamiento para volverlos a utilizar de nuevo. Nosotros, mi familia, y muchas más de Sesa, pudieron paliar en gran medida la situación gracias a las aves de corral o la cría de conejos. Como no se podían engordar con grano, íbamos a recoger hierbas del campo que alguien nos enseñó que eran las que los conejos se comen con gusto y los mantiene sanos y lustrosos. Y sobre todo, fue la hermosa huerta de Sesa la que proporcionó alimentos y productos para paliar la situación. Se pasaron dificultades y penurias pero hambre, lo que se dice hambre, no llegamos a pasar. Mi padre, como un vecino más del pueblo, tenía una “suerte” del común (procomún), antigua institución que el pueblo de Sesa conservaba, (debe conservar todavía) pedacico de tierra que Dionisio y Pedro (casa Elvira) nos cultivaban amorosamente. Está al lado de la carretera, a mano izquierda, pasada la Fábrica y antes de llegar a las fuentes. De aquel trozo de tierra salieron patatas, judías y hortalizas que aliviaron la penuria imperante, Recuerdo ir todos los días a recolectar escarabajos porque asolaban el patatar. Esta plaga apareció por entonces con toda virulencia. Y no había otro medio para combatirla que el esfuerzo personal. Recogíamos los bichos adultos y las larvas más crecidas uno a uno, los echábamos en una lata y después los quemábamos en una fogata. Las huevas, coloradas, y las larvas pequeñas, las aplastábamos, con los dedos, contra el envés de la hoja donde suelen habitar, pero no “adubiámos”: se reproducían mas deprisa que maña nos dábamos nosotros en exterminarlos. La guerra con los escarabajos era enconada porque dependía la cosecha de patatas.
La carretera y el coche correo (La Sesantina de don Gregorio Abella) eran los medios que nos comunicaba con el mundo. Asistir a la llegada del “correo” (La Posada) era otro de nuestros entretenimientos y si era posible, engancharte en la escalerilla trasera del autobús cuando arrancaba camino de Huerto. Como al llegar a la curva que hay antes de enfilar la recta del Cementerio el autobús disminuía la velocidad, era el momento de tirarse en marcha sin gran peligro. Esta peligrosa travesura a punto estuvo un día de provocar una gran tragedia cuando el conductor tomo la curva a más velocidad de lo acostumbrado y enfilo la recta del Cementerio a toda marcha. Entre los heridos estaba mi hermana Amparo, que como se deduce, no se quedaba atrás de los muchachos.
También el recadero nos mantenía en contacto con el mundo. El Sr. Andrés hacia el recorrido desde Huesca a Sariñena, trayendo y llevando “cosas” que las gentes le encargaban. Lo recuerdo muy bien con su blusón de trajinero. Su carro entoldado y su reata de mulas haciendo su “parada” en la posada.
A los habituales “estañador y “paragüero” que periódicamente también llegaban al pueblo, aparecieron el “huevero” o el “pellejero” que compraban pieles y huevos no siempre a cambio de dinero, que como todo, era un bien escaso. Era el primitivo comercio de toma y daca sin otras reglas que las impuestas por el oportunismo y la necesidad.
En este ambiente, de penuria y pobreza, unos antes y otros después, fuimos abandonando la escuela y sin darnos cuenta nos hicimos mayores, mozos y mozas.
Las relaciones con las chicas empezaron a tener una significación distinta de la que hasta entonces habíamos tenido y el baile, era nuestro lugar de encuentro. El Salón de Arturo era el lugar donde se celebraba el baile durante todo el año,” Domingos y Fiestas de guardar”. La música corría a cargo del señor Felipe Mestre, el sastre, y su hijo Andrés. El primero con la guitarra el segundo tocando el violín. ¡Música en vivo!! Allí mozos y mozas nos lo pasábamos en grande al son de la guitarra del señor Felipe y el violín de Andrés que interpretaban de maravilla las canciones de la época. No hacía falta más orquesta ni más equipo estereofónico. ¡Cuántos enamoramientos brotaron al son de tan pocos instrumentos!
Nuestras musas estaban, como es natural, entre las de nuestra “hornada”: María Aguasca, Pilar Garris, Maruja Forcada, Laura Valdovinos, Josefina, Benita, Rosita, las hermanas de Paco, Pi, Consuelito, Carmeta, Áurea, etc. etc.
El Salón de Arturo contempló nuestros primeros y torpes pasodobles y fue testigo de las primeras jugarretas que nos iba hacer el angelito de las Flechas. Paquito, precoz siempre, ya había decido que María Aguasca sería el amor de su vida; María le dijo que si, y se casaron pronto y fueron felices hasta el final de sus días. Descansen en paz.
La dramática muerte de Jesús de Marzal conmovió aquella nuestra primera e ingenua adolescencia como un latigazo que llega sin previo aviso.
El Salón de Arturo también acogía los espectáculos de los pocos comediantes ambulantes que llegaban al pueblo o los peliculeros con sus películas mudas, en blanco y negro, con letreros que leíamos a coro cuando aparecían. Charlot era la estrella y nos hacía reír y llorar al mismo tiempo igual que ahora mismo. El Correo del Zar o Miguel Strogof era otra de las películas que no fallaban. En alguna ocasión el peliculero relataba lo que iba pasando en ausencia de letreros. La cinta, vieja y mil veces “anudada” y remendada se cortaba cuatro o cinco veces o más en una proyección, o se “iba la luz”, cosa que ocurría todos los días, pero eso no nos importaba mucho. Las protestas eran solo testimoniales. Se aceptaba que el cine era así, como si los cortes formaran parte del espectáculo. Con el cine, mudo con letreros y cortes también nos lo pasábamos en grande. En realidad disfrutábamos con cualquier cosa, como los húngaros o gitanos que de vez en cuando se dejaban caer por el pueblo con sus carromatos pintados con vivos colores, sus mujeres fumadoras, con sus sayas de colorines hasta los pies; sus músicas, sus monos, la cabra, y el consabido oso que bailaba al son del pandero. ¡Maravilloso!. Cosas que ahora parece que ocurrieron hace mil años pero que nosotros las vivimos.
Si, como he dicho, nos hacíamos mayores, y nos iba llegando la hora de buscar el acomodo en la vida. José Mari se fue a Barcelona, Pabler con su tío para aprender el oficio, Paquito se fue voluntario al Ejército, a Automovilismo, pero lo que a él le hubiera gusta ser, era ser “mecánico de aviones”. Y nosotros, mi familia, también se marchó de Sesa para siempre, camino de un exilio interior hacia un pueblo que nos parecía muy lejano de la no menos lejana y desconocida Extremadura. Era 1947.
Muchas cosas y muchos nombres de entre los Ereza, Ariño, Valico, Larraz, Telesforo, Casimiro, Marzal, Granados, Ciria, Morcate, Ramonico, Rios, Feliciano, Garris, Aguasca, Acebillo, Satué, Sese, Val, Abizanda, Gabarre, Ciria, etc. etc. se han “quedado en el tintero” y muchos de aquellos que fuimos niños y muchachos, ya se fueron para siempre. Por eso, antes que un mal cierzo nos derribe definitivamente a todos como viejos chopos carcomidos, he querido dejar aquí constancia y recuerdo de vuestros nombres con la vana intención de rescataros de la terrible muerte del olvido. Y de aquel pueblo, Sesa, cuasi medieval, polvoriento en verano y embarrado en invierno, pero que fue el inolvidable pueblo que acogió nuestra venturosa y azarosa infancia y adolescencia.
Epílogo.
Obligados a enfrentarnos a los desafíos de la vida sin otro equipaje que nuestra exigua preparación cultural y nuestra muy grande decisión y valor. Habría que conocer cada una de las vidas de aquellos muchachos para tener cabal idea del gran esfuerzo, trabajo y sacrificios que nos ha costado eso que se dice “salir adelante” a aquella generación de adolescentes. Sin embargo al final de nuestros días comprobamos que no lo hicimos tan mal. Protagonizamos con bastante buen éxito los cambios que los nuevos tiempos demandaban pero a costa de incontables sacrificios.
[1] Creo que uno de aquellos dos milicianos, después de terminada la guerra, vino al pueblo y contó a mi madre que no tuvo valor de disparar porque él había dejado en Reus de donde procedía a su mujer y tres críos pequeños. Esto me lo confirmara David